Escaparon en su viaje número
catorce
hacia un cielo desconocido,
perdidos en calles que murmuraban
olvido.
Tomados de la mano, sin prisa ni
razón,
los guiaron sus pasos hacia
aquella escapada, amor mío.
Ella lo buscó en un sueño sin
nombre
y lo encontró en esa ciudad
olvidada de mapas,
donde sus pisadas se entrelazaron
despacio,
llevándola de la mano al rumor
salado del mar.
La ciudad fue leve, envuelta en
bruma y sal,
se estremeció al paso lento de su
andar,
y el rumor de las olas se volvió
canción:
en cada espuma despertaba su
pasión.
Caminaron como dos secretos al
borde del agua,
los cabellos de ella libres y sus
manos perdidas en su espalda.
La arena caliente guardó sus
susurros
mientras las olas aplaudían cada
roce,
cada risa, cada gemido suave en el
aire.
Pisaron la arena con huellas
compartidas,
de sol, viento, risas y caricias
contenidas.
Las olas jugaron entre sus dedos y
sus sueños,
dibujando promesas sobre el azul
del tiempo.
El sol se ocultó y cobró un brillo
dorado,
los labios de ella, la arena, el
mar… todo estuvo a su lado.
En silencio, su mirada incendió su
piel,
y se volvió abrazo, se volvió
miel.
Al caer la tarde, fueron fuego y
sal,
y ella —desvelada— se vistió con
lencería negra,
un encaje que celebró cada curva,
de la mujer que él había
convertido en su devoción,
el deseo contenido que asombró sus
ojos.
Subieron al ascensor que los dejó
frente a la habitación 505,
una cifra que ardió con promesas.
La puerta sonó y el mundo se borró
afuera:
como un pacto sin voz,
solo quedaron él, ella y esa
habitación suspendida en el tiempo.
Él la observó como quien descubre
una constelación nueva,
y sus labios se volvieron playa y
refugio.
Entre cortinas que filtraron luces
moribundas,
sus movimientos fueron poema
desnudo,
y él guardó cada instante en su
piel.
El encaje negro se volvió símbolo
de lo prohibido, de lo suyo,
de la pasión que no esperaba.
Se entregaron sin prisa: caricias
con sabor a sal,
miradas que hablaron más que
cualquiera de sus voces,
y el mar, distante, resonó en el
pecho como latido compartido.
En la penumbra, su piel y la tela
se hermanaron,
su aliento con el suyo, sus risas
con el silencio.
La noche se adentró en ellos como
ola que se volvía calma,
y el deseo se hizo suspiro, y el
suspiro poema.
Allí, entre sábanas, presión de
cuerpo y deseo,
su aliento con sus sueños tejieron
un nexo.
En esa habitación, con luz suave y
tenue,
amaron, se estremecieron, y el
mundo se detuvo.
Cuando el alba asomó su rayo
atrevido,
supieron que en la 505 había
nacido su latido:
un secreto de amantes, una huella
sin prisa,
un poema en piel, una dicha
infinita.
Al amanecer, cuando la luz tembló
en los cristales,
aún vibraban atrapados en ese
laberinto de placer.
La habitación 505 fue escenario y
testigo
de dos amantes que escaparon, se
encontraron
y se escribieron sin palabras, con
besos,
con lencería negra y piel
entrelazada en olas dormidas.