Tu aliento me incendia la nuca
y en el roce de tus manos nace el vértigo,
la certeza de que todo deseo
es una forma de morir… y renacer contigo.
Mi piel se arquea buscando tu nombre,
tu voz se derrama entre gemidos
y el mundo se reduce a este instante,
a la humedad… al temblor… al latido,
a la urgencia dulce de no separarnos.
El silencio se vuelve un murmullo,
una corriente tibia que nos envuelve.
Cada suspiro tuyo me atraviesa
como un hechizo que me nombra sin palabras.
Tus dedos trazan constelaciones sobre mi cintura…
y yo me dejo llevar, marea rendida,
hasta perder la noción del aire,
del tiempo… del mundo.
En tu mirada hay una promesa antigua
una danza que solo entienden los cuerpos
cuando se reconocen en la oscuridad.
Y allí, entre la penumbra y el deseo,
mi alma aprende a temblar de nuevo.
Después… el silencio nos cubre despacio,
como un manto de luna sobre la piel.
Tu respiración se mezcla con la mía
y en ese sosiego tibio y transparente
descubro que el amor también es esto:
la quietud que queda cuando el deseo
ha dicho todo… sin pronunciar palabra.
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