miércoles, 3 de septiembre de 2025

505



Escaparon en su viaje número catorce

hacia un cielo desconocido,

perdidos en calles que murmuraban olvido.

Tomados de la mano, sin prisa ni razón,

los guiaron sus pasos hacia aquella escapada, amor mío.

 

Ella lo buscó en un sueño sin nombre

y lo encontró en esa ciudad olvidada de mapas,

donde sus pisadas se entrelazaron despacio,

llevándola de la mano al rumor salado del mar.

 

La ciudad fue leve, envuelta en bruma y sal,

se estremeció al paso lento de su andar,

y el rumor de las olas se volvió canción:

en cada espuma despertaba su pasión.

 

Caminaron como dos secretos al borde del agua,

los cabellos de ella libres y sus manos perdidas en su espalda.

La arena caliente guardó sus susurros

mientras las olas aplaudían cada roce,

cada risa, cada gemido suave en el aire.

 

Pisaron la arena con huellas compartidas,

de sol, viento, risas y caricias contenidas.

Las olas jugaron entre sus dedos y sus sueños,

dibujando promesas sobre el azul del tiempo.

 

El sol se ocultó y cobró un brillo dorado,

los labios de ella, la arena, el mar… todo estuvo a su lado.

En silencio, su mirada incendió su piel,

y se volvió abrazo, se volvió miel.

 

Al caer la tarde, fueron fuego y sal,

y ella —desvelada— se vistió con lencería negra,

un encaje que celebró cada curva,

de la mujer que él había convertido en su devoción,

el deseo contenido que asombró sus ojos.

 

Subieron al ascensor que los dejó frente a la habitación 505,

una cifra que ardió con promesas.

La puerta sonó y el mundo se borró afuera:

como un pacto sin voz,

solo quedaron él, ella y esa habitación suspendida en el tiempo.

 

Él la observó como quien descubre una constelación nueva,

y sus labios se volvieron playa y refugio.

 

Entre cortinas que filtraron luces moribundas,

sus movimientos fueron poema desnudo,

y él guardó cada instante en su piel.

El encaje negro se volvió símbolo de lo prohibido, de lo suyo,

de la pasión que no esperaba.

 

Se entregaron sin prisa: caricias con sabor a sal,

miradas que hablaron más que cualquiera de sus voces,

y el mar, distante, resonó en el pecho como latido compartido.

 

En la penumbra, su piel y la tela se hermanaron,

su aliento con el suyo, sus risas con el silencio.

La noche se adentró en ellos como ola que se volvía calma,

y el deseo se hizo suspiro, y el suspiro poema.

 

Allí, entre sábanas, presión de cuerpo y deseo,

su aliento con sus sueños tejieron un nexo.

En esa habitación, con luz suave y tenue,

amaron, se estremecieron, y el mundo se detuvo.

 

Cuando el alba asomó su rayo atrevido,

supieron que en la 505 había nacido su latido:

un secreto de amantes, una huella sin prisa,

un poema en piel, una dicha infinita.

 

Al amanecer, cuando la luz tembló en los cristales,

aún vibraban atrapados en ese laberinto de placer.

La habitación 505 fue escenario y testigo

de dos amantes que escaparon, se encontraron

y se escribieron sin palabras, con besos,

con lencería negra y piel entrelazada en olas dormidas.